Ya son casi diez años que llegué a vivir a la Ciudad de Celaya resultado de una rebeldía sin conciencia, solamente con una maleta de viaje, algunos cambios de ropa, un Backpack personal, un par de libros, como fieles escuderos de aventuras, un Ipod, aparato diminuto en el que escuchaba mùsica, por cierto con muy poca liquidez económica y, permitiendo ser honesto, con una mano por delante y la otra sosteniendo una botella con un litro de ron de dudosa procedencia, sin olvidar lo que llevaba puesto.
Prófugo de mi mismo, sin horizonte, rehén de un pasado que prefiero no narrar. Acompañado de una brújula mental y torpe que me ignoraba cada vez que pretendía encontrar coordenadas geográficas que pudieran mejorar mi destino. Incómodamente sentado en el último lugar de un autobús del Primera Plus.
Recuerdo que llegué a San Miguel de Allende, al estudio de unos sobrinos, con varios kilos menos del peso recomendado, con un equipaje ligero pero cargado de un sinfín de desilusiones incomprendidas que peleaban entre ellas un protagónico desde mis memorias. Satisfaciendo el deseo codependiente de permanecer ebrio la mayor parte del tiempo, fiel a una relación tóxica de estupefacientes. A punto de encontrar en el Tonayan a mi amante perfecto. La sobriedad me atemorizaba pues sabía de mi, pasajes y situaciones que intentaba olvidar en los kilómetros de carretera.
Solo existia en la borrachera y en mi homofobia interiorizada una razón tangible de haber hecho este viaje, no volver a ser el que era, convertirme en otro, transformarme, reconstruirme desde una metamorfosis etílica, mientras me abría paso hacia un futuro desenlace trágico, presuntamente como el mejor de los finales. Me Imaginaba dentro de una crisálida nostálgica de donde pudiera emerger sin error, ni culpa, víctima de un melodrama absurdo.
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A mi llegada a la ciudad ese mismo día por la noche fui invitado a la casa de un gringo alcohólico jubilado que ofrecía una fiesta. Él igual que yo a pesar de no compartir las mismas ideas tampoco tenia de la vida ninguna velita puesta.
Estando ahi, la única ocurrencia surgida desde mi elemental creatividad fue robarme algunas de las botellas de alcohol que estaban sobre una mesa en un pasillo de la casa, mismas que escondí entre las jardineras que estaban afuera del lugar. Seguramente para después beberlas hasta que el hígado colapsara y me concediera el deseo de terminar en alguna cama de hospital, cabe señalar, que ese deseo se me cumplio semanas despuès de mi travesura.
Fui internado en un Nosocomio de la Ciudad de Celaya de urgencia con un diagnóstico fatal derivado por la irresponsable falta de atenciòn a mi salud personal, dispuesto a pagar la condena envuelto en sábanas rotas de un frío color verde pistache durante sesenta días a consecuencia de una Pancreatitis.
Fueron días de soledad, recibiendo visitas de caras familiares que lo ùnico que hacían era entristecerse por la lastima que provocaba mi deteriorada apariencia, nunca sentí pena de mi, me repetía a cada segundo la frase aspiracional “Existir es el acto màs grande de resistencia” mientras escuchaba rolitas de Lou Reed. Dispuesto a salir en algún momento de ese cautiverio, como un pájaro que después de haber caído al suelo, vuelve a recuperar la libertad al ver la sanación de sus alas que aún rotas mientras estén pegadas al cuerpo mantienen la esperanza de recuperar el vuelo.
Eso hice al salir del hospital, trasladado en silla de ruedas por el Papá de Hugo mi sobrino nieto. Inseguro, regresé a la casa que habia rentado dias antes de caer en las manos de lo que fué un espectàculo mediocre con la muerte. Al llegar a mi casa noté que el jardín conservaba el verde intenso, me llevaròn a la cama, dormí por horas. Fui recuperando salud y ánimo hasta que pude desde mi nueva valentía cambiar los muebles con mi propia fuerza, prepárame de comer, logrando mantenerme de pie, recuperando poco a poco mi humor negro, reconocièndome desde la añoranza como un sobreviviente amateur.
Ahi empezo mi metamorfosis, vi como nace mi nueva realidad sin lágrimas en los ojos, como saludable, deje de sentir frío por primera vez después de mucho tiempo. Me sentía cómodo conmigo mismo, reconciliado con el vacìo existencial heredado por la acumulaciòn de malas decisiones y dejando atràs la tesis de mis pendejadas.
Ya no veo la tristeza acumulada en los techos de la casa, un coloso que abrazaba el miedo, ansioso por salir a la calle y ver lo que había para mí afuera. El mar era manso con olas quietas, la noche apacible y el dia con un cielo azúl casi perfecto. En ocasiones es necesario dejarse morir para renacer de nuevo. La ciudad era para mi un escaparate a manos llenas, brotaron proyectos como flores, regresaba el sentimiento pulcro de una felicidad inmensa.
Desde mi pensamiento new age, me sentí infinito, vasto, mi espiritu irreverente habìa dejado de sobornar su propia muerte. Poco a poco se desprendía mi anterior caparazón. La imposibilidad dejó de tener presencia en la conjunción oral de mis palabras, volví a sentir a dios sentado conmigo en la mesa. Me estaba acercando a mi Ulises imaginario sin perder hasta el dìa de hoy proximidad. Debo de admitir a distancia que cometí errores pagados letra por letra.
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…Quién no se equivoca carece de facultades para defender desde el juicio el libre albedrío. No se puede flotar en la caída, se trata de apuntalar las vigas, encontràndose con uno mismo al perder la salida y desde ahi, salvarse. Rehacerse a ese mar que no es de nadie solamente tuyo. No pidas clemencia, mira por encima de tu naturaleza, no hay mejor grandeza que haber ganado batallas propias. Si lo has conseguido no vivas los triunfos desde la soberbia. Y, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra…
Fernando In-Morales
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