San Roque, abrumado, carga un legajo de miles de hojas de quejas en forma de plegaria. El santo, cree tener un caso fuerte para lograr que, por su intercesión, el alto mando apacigüe el avance incontenible del virus que asola a la humanidad.
Pero antes, digamos algo de este santo varón. No se sabe bien, pero digamos que vivió durante la primera mitad del siglo XIV. Joven acomodado que decide regalar todas sus riquezas e iniciar una peregrinación a Roma. Tuvo en suerte, encontrase durante el camino, con una gran epidemia de peste (en ese entonces la OMS no otorgaba a las enfermedades el honroso título de pandemias). El buen Roque se dedicó a socorrer a los enfermos y a enterrar a los muertos, hasta el punto de contraer él mismo la enfermedad. Las imágenes clásicas de San Roque lo muestran muy coqueto enseñando el muslo, para mostrar las llagas que dejó la peste. Se entenderá que, llegado a los altares, San Roque sea uno de los predilectos intercesores, cuando de pandemias se trata.
Pero volvamos a dónde lo dejamos. Caminaba el santo, decíamos con su grueso expediente y algunos testimonios de primera mano, tomados a los recién llegados que se sentían enviados al paraíso de forma prematura. El cielo tiene un inmenso edificio dedicado exclusivamente a atender las quejas. San Roque subió al piso 19, que alberga la Dirección Especial de Quejas Relacionadas con el Medio Ambiente (DEQUREMA), y lo recibió en persona, el titular de la dependencia, San Francisco de Asís.
–¿Qué te trae por aquí, hermano Roque? –Pues nada, mi estimado, que con esto del bichito que anda por la tierra, el Coronavirus, ya no me la acabo, y quería ver si podemos hacer algo. – Bueno, siendo precisos hay que decir que el hermano Coronavirus ni a bichito llega: no es más que una cadenita de ARN.– No empecemos con tecnicismos, por favor, Panchito. Sabes bien los estragos que está causando sobre la raza humana este flagelo. –¿Qué podemos hacer?, sonrío Francisco. –Qué sé yo… inspirar a un científico mexicano que tenga beca Conacyt en Francia para que descubra una cura milagrosa… algo, que no suene a intervención divina directa pero que ayude, pues. La gente está muy asustada. –Es que ya no podemos, no es tan fácil –San Francisco se encogió de hombros para acentuar su impotencia– Aquí ya estoy muy restringido, no es como antes. –¡No me digas! Todos sabemos que eres de los santos consentidos. –No es eso, es que ahora tenemos que ser más parejos. En el último cambio del Consejo de Todos Los Santos, ya hubo directivas muy claras. Mira, ven para que veas.
El Poverelo se levantó, despacio y Roque lo siguió dentro de un laberinto. Se apilaban ahí cientos de expedientes, agrupados en libreros rotulados: amphibia, avis, gastrópoda, reptilia… Francisco sacó una carpeta del librero de las aves. –Mira, este es un clásico: Pájaro Dodó, extinto desde 1600. O éste –añadió dejando la carpeta del Dodó en los brazos de Roque–Lobo de Tasmania, ahora existe solo en las caricaturas. Mira aquí: El León Atlas; y La Foca Monje, y ésta Tortuga Gigante, y… Francisco pasaba de librero en librero sacando expedientes y depositándolos en la pila de carpetas que cargaba a duras penas San Roque. –¡Basta!– gritó el santo llagado. ¿Para qué me cargas con todo esto? –En esta sección–explicó dulcemente el santo de Asís– se acumulan más de 800 carpetas de animales extintos por la acción de los seres humanos, especialmente debido a la caza y a la invasión de sus hábitats Todos son expedientes abiertos que condenarían a la raza humana. Tú sabes que, si quisiéramos intervenir para “reestablecer el equilibrio” en favor de una especie u otra, tendríamos que empezar por darle salida a todas estas quejas, que son de una gravedad mayor, en tanto que acabaron con toda una especie. Como dicen los mexicanos: “mejor ni le muevas”.
San Roque permaneció, unos momentos con los ojos muy abiertos. –¿Y entonces qué hacemos? ¿qué les digo a todos los que ruegan? –Diles cualquier cosa… ¡que se queden en casa!
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